Lucía miraba a su hijo con orgullo. Cuando el día se completara y el reloj pasara quince minutos de la media noche, su pequeño Daniel cumpliría 18 años, la mayoría de
edad se acercaba a todos los efectos y sin embargo, para ella, para su madre,
seguía siendo su niño. Daniel estaba como loco, tenía grandes planes para
celebrar con sus amigos una fecha tan señalada; hoy por fin, podría entrar a uno de esos garitos
nocturnos.
Mientras Daniel se vestía y se perfumaba con
esmero, su madre, callada lo miraba en silencio. No podía apartar la
mirada del rostro de su hijo, estaba tan orgullosa...
Daniel
siempre había sido un niño bueno, obediente, educado y muy cariñoso con
su madre. Muy responsable para su edad y demasiado tozudo. Era el tesoro
más valioso de aquella mujer, su motor de vida.
Cuando
Daniel hubo terminado, se giró hacía su madre y con un gesto divertido
buscó su aprobación. Ella no podía estar más feliz, más absolutamente
entregada y sonriendo asintió con la cabeza y pensó que no existía un
chico más guapo en el mundo, al menos para ella.
Antes de
cruzar el umbral de la puerta, Lucía le dio un montón de recomendaciones; ten
cuidado, no te vayas a meter en líos, mira que la noche es muy
traicionera, no bebas demasiado...
Daniel asentía a todo y sin dejarla
casi terminar, besó a su madre en la frente y se despidió.
Lucía lo vio marcharse con aquella sonrisa tan pícara en sus labios y antes de girar la calle, Daniel guiñó un ojo a su madre y le envío un beso por el aire.
Entró en su casa, y se dispuso a prepararse algo para comer. Se sentó en el sofá y mientras cenaba trató de imaginar que estaría haciendo Daniel en ese
momento, donde estaría, con quien estaría hablando, y a cada rato, miraba el reloj y suspiraba. No pasaban las horas...
El ruido
del teléfono la sobresaltó. ¿Que hora era? Se había quedado dormida,
eran las dos y diez de la madrugada y no dejaba de sonar ese fastidioso
ring. Se incorporó, fue hacia la cocina y descolgó el auricular.
Su corazón dejó de latir, su mente estaba completamente noqueada, su
mirada perdida y su mundo atropellado.
Tenía delante el ataúd de su
hijo, no quería mirarlo, se negaba a creer que nunca más volvería a
tenerlo entre sus brazos, se lo habían arrebatado.
No había
consuelo posible, no existían palabras de aliento, su hijo no estaría
más, porque alguien derramó un poco de líquido en la camisa de un
desconocido originando una pelea, porque su hijo intentó calmar los
ánimos y separar a aquellos dos que se querían matar a golpes, porque
era buena persona, por ponerse en medio para evitar una tragedia,
se llevó el golpe certero de navaja en mitad del corazón, cayendo
fulminado en el acto.
Su hijo falleció a la una y treinta y
cinco de la madrugada el día de su décimo octavo cumpleaños, el mismo
día y a la misma hora que ella dejó de existir para el mundo.
"A menudo el sepulcro encierra, sin saberlo, dos corazones en un mismo ataúd". Alphonse de Lamartine.
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